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lunes, 20 de enero de 2014

¿Vivimos para el Señor?


 
             “Si vivimos, para el Señor vivimos” (Rom. 14,8) esta breve frase de San Pablo, encierra en sí misma un proyecto de vida para todo aquél que se llama cristiano, tan amplio y retador, que nos llevará la vida entera tratarlo de hacerlo vida y sólo hasta nuestro último día sabremos si lo habremos logrado.

             La Palabra de Dios debe calar hondo en nuestro corazón e interpelar nuestra vida, si no, no estamos escuchando claramente la voz de Dios que nos habla,  y ante esta frase de San Pablo a los Romanos, varias reflexiones vienen a mi mente, muchas de ellas no son fáciles, pues se trata de los más íntimo de nosotros.

             El hombre es un ser libre y en su libertad, Dios ha querido que pueda incluso llegar al extremo de rechazarle y a darle la espalda, si eso es lo que quiere, de ahí que la libertad que Dios ha depositado en el hombre es casi total.

             Digo “casi total” porque la única excepción, la única cosa en la que el hombre no es libre, es para desear o no la felicidad, el deseo de la felicidad está sembrado en el corazón de todo ser humano, no hay hombre que no desee ser feliz,  aunque busque esa felicidad en objetos equivocados, aún el hombre que se suicida, busca dejar de sufrir al quitarse la vida, y con esto, alcanzar de alguna manera la felicidad.

             De esta búsqueda de felicidad nace en el hombre la motivación para todos sus afanes en la tierra: si el trabajo, si la fama, si el poder, si el dinero, si el aplauso, todo, absolutamente todo es motivado por el hambre de felicidad que Dios ha depositado en el hombre.

             Este deseo de felicidad que parece insaciable, lo es porque en suma, Dios ha querido que esa hambre, el hombre la satisfaga en su Creador, fin último de su existencia, y que sólo en él se vea satisfecha, por eso cuando se busca la felicidad en algo que no es Él, queremos siempre más y más, sin que parezca haber límite, y es que la sed de felicidad del hombre es ilimitada, por eso, sólo un ser ilimitado puede saciarla.

             Y aquí viene el meollo del asunto: ¿en dónde tengo centrada mi búsqueda de felicidad?, ¿cuál es el fin último de mi existencia y el objeto de mi más grande amor? La respuesta correcta a esta pregunta es obvia y la sabemos de antemano, pero lo tremendamente delicado y que podemos pasar por alto es que nuestro último fin puede estar, no en Dios, sino en nosotros mismos.

             Conocidas son las palabras de San Agustín: “dos amores han fundado dos ciudades: el amor de sí, hasta el desprecio de Dios y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí. El primero ha fundado la ciudad del mal, del desorden, de la confusión, la infernal Babilonia; el segundo, la del orden, de la paz, la eterna Jerusalén”. Aquí los tenemos: dos amores supremos, opuestos contrariamente entre sí, a los cuales se subordinan todos los demás amores.

             Y aquí entra la gran pregunta: todo lo que hago (y he hecho) en mi vida, ¿ha sido por un amor incondicional a Dios, o ha sido, por un amor incondicional a mí mismo?, ¿he estado buscando mi felicidad en Dios, o me he estado buscando a mí mismo? Aún quienes servimos (y tal vez más nosotros) en algún tipo de apostolado, debemos hacernos esta misma pregunta: Con mi servicio en la Iglesia, (y aquí pon tu ministerio particular) he estado buscando la Gloria de Dios (como decía San Ignacio) o me he buscado a mí mismo.  ¿He buscado sentirme “bueno”, “admirado”, “salvado”? constantemente debemos hacer esta purificación de intenciones, porque podemos, sin quererlo, caer en un fariseísmo, que se autocomplace en una supuesta bondad propia, creyéndose mejor que los demás, y ya sabemos qué piensa Dios de alguien así.

             Bien sabemos que al final de nuestros días, se definirá a quién hemos hecho objeto de nuestro Gran Amor en esta vida, y no habrá más que dos opciones: o habremos hecho a Dios centro de nuestra vida, o tal vez (espero que no) habremos hecho girar todo alrededor nuestro, convirtiéndonos en nuestro propio dios personal buscando en todo satisfacer nuestro yo, (inclusive en las obras aparentemente piadosas).  Esto es un problema totalmente trascendente, porque de nuestra decisión final dependerá la suerte eterna de nuestra alma, si hemos buscado en todo a Dios, Dios se nos dará a sí mismo para siempre, en cumplimiento pleno de nuestra sed de felicidad, y ésta será eterna; si por el contrario, nos hemos buscado a nosotros mismos, habremos tenido ya nuestro premio en esta vida, y nos encontraremos en la eternidad con que equivocamos el camino, irremediablemente y para siempre.

             Entonces, parafraseando a San Pablo: Si vivimos… ¿vivimos para el Señor?