“Si vivimos,
para el Señor vivimos” (Rom. 14,8) esta breve frase de San Pablo, encierra en
sí misma un proyecto de vida para todo aquél que se llama cristiano, tan amplio
y retador, que nos llevará la vida entera tratarlo de hacerlo vida y sólo hasta
nuestro último día sabremos si lo habremos logrado.
La Palabra de Dios debe calar hondo
en nuestro corazón e interpelar nuestra vida, si no, no estamos escuchando
claramente la voz de Dios que nos habla,
y ante esta frase de San Pablo a los Romanos, varias reflexiones vienen
a mi mente, muchas de ellas no son fáciles, pues se trata de los más íntimo de
nosotros.
El hombre es un ser libre y en su
libertad, Dios ha querido que pueda incluso llegar al extremo de rechazarle y a
darle la espalda, si eso es lo que quiere, de ahí que la libertad que Dios ha
depositado en el hombre es casi total.
Digo “casi total” porque la única
excepción, la única cosa en la que el hombre no es libre, es para desear o no
la felicidad, el deseo de la felicidad está sembrado en el corazón de todo ser
humano, no hay hombre que no desee ser feliz,
aunque busque esa felicidad en objetos equivocados, aún el hombre que se
suicida, busca dejar de sufrir al quitarse la vida, y con esto, alcanzar de
alguna manera la felicidad.
De esta búsqueda de felicidad nace
en el hombre la motivación para todos sus afanes en la tierra: si el trabajo,
si la fama, si el poder, si el dinero, si el aplauso, todo, absolutamente todo
es motivado por el hambre de felicidad que Dios ha depositado en el hombre.
Este deseo de felicidad que parece
insaciable, lo es porque en suma, Dios ha querido que esa hambre, el hombre la
satisfaga en su Creador, fin último de su existencia, y que sólo en él se vea
satisfecha, por eso cuando se busca la felicidad en algo que no es Él, queremos
siempre más y más, sin que parezca haber límite, y es que la sed de felicidad
del hombre es ilimitada, por eso, sólo un ser ilimitado puede saciarla.
Y aquí viene el meollo del asunto:
¿en dónde tengo centrada mi búsqueda de felicidad?, ¿cuál es el fin último de
mi existencia y el objeto de mi más grande amor? La respuesta correcta a esta
pregunta es obvia y la sabemos de antemano, pero lo tremendamente delicado y
que podemos pasar por alto es que nuestro último fin puede estar, no en Dios,
sino en nosotros mismos.
Conocidas son las palabras de San
Agustín: “dos amores han fundado dos ciudades: el amor de sí, hasta el
desprecio de Dios y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí. El primero ha
fundado la ciudad del mal, del desorden, de la confusión, la infernal
Babilonia; el segundo, la del orden, de la paz, la eterna Jerusalén”. Aquí los
tenemos: dos amores supremos, opuestos contrariamente entre sí, a los cuales se
subordinan todos los demás amores.
Y aquí entra la gran pregunta: todo
lo que hago (y he hecho) en mi vida, ¿ha sido por un amor incondicional a Dios,
o ha sido, por un amor incondicional a mí mismo?, ¿he estado buscando mi
felicidad en Dios, o me he estado buscando a mí mismo? Aún quienes servimos (y
tal vez más nosotros) en algún tipo de apostolado, debemos hacernos esta misma
pregunta: Con mi servicio en la Iglesia, (y aquí pon tu ministerio particular)
he estado buscando la Gloria de Dios (como decía San Ignacio) o me he buscado a
mí mismo. ¿He buscado sentirme “bueno”, “admirado”,
“salvado”? constantemente debemos hacer esta purificación de intenciones,
porque podemos, sin quererlo, caer en un fariseísmo, que se autocomplace en una
supuesta bondad propia, creyéndose mejor que los demás, y ya sabemos qué piensa
Dios de alguien así.
Bien sabemos que al final de
nuestros días, se definirá a quién hemos hecho objeto de nuestro Gran Amor en
esta vida, y no habrá más que dos opciones: o habremos hecho a Dios centro de
nuestra vida, o tal vez (espero que no) habremos hecho girar todo alrededor
nuestro, convirtiéndonos en nuestro propio dios personal buscando en todo
satisfacer nuestro yo, (inclusive en las obras aparentemente piadosas). Esto es un problema totalmente trascendente,
porque de nuestra decisión final dependerá la suerte eterna de nuestra alma, si
hemos buscado en todo a Dios, Dios se nos dará a sí mismo para siempre, en
cumplimiento pleno de nuestra sed de felicidad, y ésta será eterna; si por el
contrario, nos hemos buscado a nosotros mismos, habremos tenido ya nuestro
premio en esta vida, y nos encontraremos en la eternidad con que equivocamos el
camino, irremediablemente y para siempre.
Entonces, parafraseando a San
Pablo: Si vivimos… ¿vivimos para el Señor?