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lunes, 8 de agosto de 2011

Mi marido me abandonó por otra mujer, ¿puedo rehacer mi vida con otra persona?


               Lamentablemente se van multiplicando los casos de matrimonios rotos, en los que una persona abandona a su cónyuge para irse a vivir con otra persona diferente, es común también que después del terremoto anímico que esto constituye para la persona que es abandonada, quiera "rehacer" su vida con una nueva relación... pero, ¿puede según la doctrina de la Iglesia volver a tener una nueva relación, si ya se había casado por la Iglesia con su cónyuge?

                La respuesta categórica es NO, la persona que es abandonada por la pareja con la que había contraído nupcias no queda liberada de cumplir con los votos de fidelidad a los que se comprometió el día de su boda, aunque la otra parte haya sido la que cortó la relación.

                La situación en todo caso es compleja,  lamentable, triste y preocupante, requiere toda una pastoral de acompañamiento, primero a los novios (para que sepan discernir su vocación al matrimonio), segundo una buena preparación pre-matrimonial (para dotar a las parejas de las herramientas para poder vivir plenamente en el plano humano y cristiano su Sacramento del Matrimonio), una oportuna pastorial matrimonial y familiar (que responda a las necesidades actuales de la pareja y la familia) y claro, una asesoría especializada para parejas y familias en conflicto, para sanar las heridas que pudieran tener los integrantes y en caso de ser inevitable una separación, un pastoral que permita a cada una de las partes vivir cristianamente desde su situación personal.

                Sin embargo, la Iglesia, depositaria de los Sacramentos y de la verdad revelada, no puede cambiar la enseñanza recibida de Jesús respecto al matrimonio: "Quien se separa de su mujer para casarse con otra, comete adulterio" (Mt. 19,9). Veamos las razones de esta imposibilidad de establecer una nueva relación con otra persona:

                El sacramento del matrimonio es una alianza que por amor se realiza entre tres personas: El esposo, la esposa y Cristo. En esta alianza los esposos se comprometen entre sí  y con Cristo a tres cosas:

1.       A ser fieles
2.       A amarse
3.       A respetarse...
               
                ...por todos los días de su vida.

                Esta promesa se realiza entre los esposos CON Cristo, porque el matrimonio es el sacramento por el cual los esposos se convierten en signo del amor de Cristo en el mundo.

                ¡Y ojo!, esta promesa es incondicional, es decir, no decimos: te seré fiel, te amaré y te respetaré siempre y cuando me seas fiel, me ames y me respetes tampoco decimos, mientras seas guapo, o mientras tengas pelo, o mientras seas simpático, ¡NO!, es una promesa incondicional, tan es así, que decimos expresamente: “Prometo serte fiel en lo prospero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad”.

                Veamos cuál es la situación en la que vive quien abandona a su pareja para irse a convivir con otra persona (es decir el caso de la persona que abandona a su cónyuge):

                Cuando una de las partes rompe esta promesa, le falla no solo al otro cónyuge, sino a Cristo mismo; y así, si hace vida con otra persona, comete adulterio y como la situación de vida que lleva es un constante y permanente fallarle al cónyuge y a Cristo (porque vive con esa otra persona), esta persona está viviendo permanentemente en pecado, de manera que no puede acercarse a los sacramentos, necesitaría confesarse, pero como para confesarse necesita tener “Propósito de enmienda” es decir, tener la intención de romper con la relación que lo está haciendo pecar y como normalmente quien vive con una persona que no es su cónyuge no está dispuesto a dejarla, pues no se puede confesar, porque no quiere enmendar su vida.

A este respecto el Catecismo de la Iglesia católica en su número 1650 nos dice:

            “Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.”

                Bueno, hasta ahora hemos hablado de la persona que abandona a la otra ¿qué pasa con la otra parte que es abandonada?

                O.k. El hecho de que la otra parte haya fallado en su promesa, no libera a la persona que se queda sola de su obligación de cumplir con los votos matrimoniales, porque la promesa fue serle fiel, amarla y respetarla todos los días de su vida INCONDICIONALMENTE ¿aunque me sea infiel? Aunque te sea infiel... porque tu alianza no fue sólo con él, fue también con Cristo, esta alianza de tres fue rota por una persona, pero las dos que quedan deben respetar esa alianza para toda la vida... y Cristo siempre permanece fiel, otorgando las gracias necesarias a la persona que queda sola para cumplir con su promesa matrimonial.

                Una persona cuyo matrimonio se ha roto, puede y debe seguir llevando una vida sacramental: comulgar, confesarse, etc. siempre y cuando no caiga en la misma condición de vida de la pareja que la ha abandonado, pues si hace vida de pareja con otra persona, cae también en adulterio y lo mismo que dijimos arriba de la situación permanente de pecado de la persona que ocasionó la ruptura se le aplica ahora a la persona que fue abandonada y que ahora vive con otra persona.

                 Si la persona que se queda sola, es fiel a sus votos matrimoniales de fidelidad, amor y respeto a pesar de que la otra persona no los cumpla, se convierte ante el mundo en un verdadero SIGNO DEL AMOR DE CRISTO  que ama y es fiel, aunque los hombres nos olvidemos a veces de él y le demos la espalda.  Ser signo del amor de Cristo es el ser del sacramento del matrimonio, de tal manera que tú seguirás viviendo tu sacramento a pesar de que tu cónyuge no esté contigo.

                Como lo decía el beato Juan Pablo II:

            “Es obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad.” (Familiaris Consortio, 20)

                Hay que considerar también que cuando se han tenido hijos en el matrimonio, si el rompimiento es doloroso para los hijos, el ver a sus padres, iniciar y  terminar nuevas relaciones con otros adultos para volver a empezar otra relación, hacen que se vaya deformando su concepto de compromiso, amor y fidelidad, llegando al punto de que el matrimonio lo llegan a entender de una manera muy deformada:  ya no es el compromiso de amor para toda la vida, sino simplemente un arreglo entre dos personas para amarse mientras dure la emoción y en ocasiones incluso, llegan a perder la fe en el matrimonio y en el amor, pues nunca pudieron ver en mamá o papá un ejemplo claro de amor y fidelidad para toda la vida.

                Un hijo de Dios que se ha comprometido en matrimonio y que habiendo sido abandonado por su cónyuge no inicia una nueva unión, sino que consciente de la indisolubilidad del matrimonio se entrega por completo a sus deberes familiares (con sus hijos) y a las responsabilidades de la vida cristiana, se convierte sin duda en un faro para los hombres, mostrándoles el amor fiel y eterno de Dios y al mismo tiempo camina, no en soledad, sino con Cristo mismo que lo acompaña un camino de santidad.

viernes, 5 de agosto de 2011

El cuarto dogma mariano: La gloriosa Asunción de María a los cielos

El más reciente dogma declarado formalmente por la Iglesia es precisamente este: María fue asunta a los cielos en cuerpo y alma, una declaración que se realizó el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950 en compañía de 700 obispos en la plaza San Pedro.
Sin embargo la asunción de María era una doctrina enseñada por la Iglesia mucho antes de que se declarara como dogma de fe.
"San Juvenal, Obispo de Jerusalén, en el Consejo de Chalcedon (451). hizo saber al Emperador Marcian y Pulcheria, quien deseaba obtener el cuerpo de la Madre de Dios, que María murió en la presencia de todos los Apóstoles, pero que su tumba, cuando fue abierta por pedido de Santo Tomás, se encontraba vacía; y que los Apóstoles concluyeron que el cuerpo había sido llevado al Cielo" 
Ya desde los primeros siglos, se recogen sermones de San Andrés de Creta (650-712), San Juan Damasceno (675-749), San Modesto de Jerusalén (634), San Gregorio de Tours (538-594) para la fecha de la dormición de la Virgen (expresión usada más comúnmente por la Iglesia de oriente). Lo cual muestra una devoción especial del pueblo de Dios a esta prerrogativa de Nuestra Señora.
La declaración formal del dogma de la Asunción de María es una consecuencia natural del anterior dogma declarado por Pío IX: La Inmaculada Concepción de María, ya lo mencionaba Pío XII en su bula de la asunción:
“Este privilegio -el de la Asunción de María- resplandeció con nuevo fulgor desde que Pío IX, definió solemnemente el Dogma de la Inmaculada Concepción. Estos dos privilegios están -en efecto- estrechamente unidos entre sí”.
             Y es que si maría es Inmaculada, como dice Santo Tomás de Villanueva: “no es justo que sufra corrupción aquel cuerpo que no estuvo sujeto al pecado”
A continuación, las palabras mismas que definen este Dogma, tomadas de la Bula Munificentissimus Deus:
“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.
¿Qué implicaciones tiene este dogma con nuestra vida de cristianos?
El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nos responde:
"La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos" (#966). 
Es decir, que ella ha participado anticipadamente de la resurrección que todos esperamos, ella es la prenda de nuestra gloria futura.
El Papa Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre la Asunción, explica esto mismo en los siguientes términos: 
"El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio" (JP II, 2-julio-97). 
            Por tanto esta verdad de la Asunción de María a los cielos debe llenarnos de esperanza y confirmarnos en nuestra fe, y más ahora en este tiempo en el que creencias absurdas y paganas como la de la “reencarnación” se han hecho tan populares en la sociedad globalizada que tenemos, es inconcebible que un cristiano, teniendo la esperanza en la resurrección de la cual ya ha participado nuestra Madre, ponga siquiera algún tipo de interés en la creencia de la reencarnación.
            Llenémonos entonces de esperanza sabiendo que la más bella y excelsa de nuestra estirpe, nuestra Madre María Santísima goza ya de la participación plena de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que esperamos alcanzar un día en compañía de los ángeles y santos de Dios.

miércoles, 3 de agosto de 2011

El tercer dogma mariano: La Inmaculada Concepción de María


                Entrañable y muy especial emoción me ocasiona este día tratar el tercer dogma definido en relación a Nuestra Señora, debido a que es el dogma al que se acoge este pequeño apostolado de las Flechas de la Inmaculada: El dogma de la “Inmaculada Concepción de María”, a ella pido su intercesión para poder relatar dignamente tan alta doctrina y gloria que mereció la Santísima Virgen María en virtud de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.

                En esta verdad definida por nuestra Iglesia en el año de 1854 (muy reciente ya por cierto, considerando los anteriores dogmas ya analizados en las anteriores flechas) reconocemos el amor previsor de Dios Padre, que en su Sabiduría eterna, sabiendo que el Verbo se haría hombre para ser nuestro Redentor, y que por tanto tomaría carne humana del seno de una Mujer, quiso en virtud de los méritos de la Redención de Jesucristo, preservar de toda mancha a esta Mujer, María, la siempre Virgen, y adornarla con toda suerte de gracias al punto de que el ángel la saluda como “La llena de Gracia”, cual si ese fuera su nombre propio.

                Para acercarnos a este dogma de fe, debemos antes que nada, confesar nuestra fe en otro dogma: El del pecado original. La Iglesia confiesa que por el pecado de nuestros primeros padres todo el linaje humano quedó manchado y por ende todos pecamos, como lo atestigua el mismo David: “Mira que en culpa ya nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 50, 7) y lo reafirma San Pablo: “Así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...” (Rom. 5,12).

                De tal manera que, siendo todos los hombres pecadores de nacimiento, era necesaria la Redención de Cristo para poder ser salvados de la muerte y de la esclavitud del pecado, nadie antes de Cristo estaba libre del pecado. Sería Cristo con su Sacrificio Redentor quien abriría los tesoros de la Gracia divina a los hombres y por tanto el cielo, volveremos a este tema más adelante.

                Es del mismo apóstol San Andrés (y celebro que uno de mis hijos lleve su nombre) de quien se recoge el testimonio más antiguo de esta verdad revelada. Frente al procónsul Egeo afirma con su autoridad apostólica: “Y porque el primer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hombre perfecto naciera de una virgen igualmente inmaculada”.

                La Iglesia bizantina celebró desde el siglo VI la Concepción de María en el seno de su madre Santa Ana, ya en el siglo IX pasa esta celebración a Roma explícitamente como “Concepción de María sin pecado original”.

                Esta devoción popular y esta fiesta litúrgica tan entrañable y arraigada en el pueblo cristiano era motivo de debate entre teólogos y pastores de la Iglesia: Si antes de Cristo, el hombre estaba caído en las garras del pecado, y sólo después de su Redención el hombre sería rescatado, entonces María, al nacer antes de que Cristo muriera por nosotros, debió haber nacido también con la mancha del pecado original. Ella al ser criatura de Dios, también había sido redimida por Cristo, por tanto, debió haber estado sujeta al pecado como los demás hombres. La doctrina según la cual María había sido concebida sin pecado presentaba una gran dificultad teológica, dificultad que duraría siglos.

                Está oposición tuvo dos efectos providenciales: un mayor ardor en el pueblo de Dios respecto a esta fiesta y verdad revelada, y además que el paso de los siglos permitiera una mayor profundización de este misterio.  A tal grado había crecido la devoción del pueblo de Dios a esta fiesta que en 1476 el Papa Sixto IV da aprobación oficial estableciendo la memoria de la “Concepción de María”, con liturgia propia.

                Aun no se había definido el dogma, y continuaban voces a favor y en contra de esta verdad, el pueblo sencillo exclamaba “¡María, concebida sin pecado!” mientras los teólogos discutían entre sí.

                En medio de esta polémica, un fraile franciscano escocés, teólogo del siglo XIII y declarado beato por el Papa Juan Pablo II; Juan Duns Escoto, dio con la clave de la solución: “Cristo es el redentor de todos los hombres, también María es redimida, pero hay dos clases de redención; una redención, la que salva de la caída, uno que ha caído y le sacan del hoyo donde cayó, del abismo donde cayó, es un redimido, y así nos ha redimido a todos Cristo porque todos hemos caído en el abismo del pecado original, todos nacemos manchados con esa desobediencia de Adán. Pero hay otra segunda clase de redención que se llama una redención de preservación, una redención que consiste en no dejar caer, en decirle: antes de que caigas al abismo, te recojo en mis brazos y te mantengo elevada; como todos los que han caído, tú no has caído, pero debías haber caído, yo te he preservado por un amor especial.”

                Este era el caso de Nuestra Señora, a quien el amor previsor del Señor, a sabiendas de que tomaría carne mortal de su propia carne, quiso preservarla de toda mancha, pues la carne y sangre que nos redimiría en la cruz no podía en justicia estar manchada por el pecado,  y habiendo tomado carne únicamente de Nuestra Madre, (por la encarnación) no podía entregar en sacrificio un cuerpo manchado por el pecado,  si así hubiera sido, habría que decir que Nuestro Redentor no fue un “Cordero sin pecado que a las ovejas salva”

                Es de total justicia divina que la pureza increada del Verbo merecía tomar carne de una Virgen totalmente pura, sin mancha, para que no tuviera el enemigo motivo para decir que la carne que habría de derrotarlo en la cruz había estado esclavizada a él por el pecado, o mejor dicho: porque la carne que derrotaría al demonio en la cruz no podría dar muerte al pecado si hubiera en algún momento sido esclava del mismo pecado que debía derrotar.

                La dificultad teológica estaba salvada, el pueblo y la gran mayoría de sus obispos exclamaba “Ave María Purísima, sin pecado original concebida”, sólo faltaba la declaración formal del dogma que se hacía esperar.

                En 1830 la Virgen se aparece a la religiosa francesa de las hijas de la caridad: Catalina Labouré y le pide mande hacer una medalla con la siguiente inscripción: “María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos” esta aparición pasará a la historia como “La Medalla Milagrosa”.

                Así pues, cuando en 1850 la Iglesia pasaba por circunstancias difíciles, en un momento de abatimiento, el Papa Pío IX le decía al Cardenal Lambruschini, con respecto a la definición del dogma de la Inmaculada: “No he encontrado solución humana a esta situación” y el cardenal le respondió: “Pues busquemos una solución divina. Defina Su Santidad El dogma de la Inmaculada Concepción”

               Y el 8 de diciembre de 1854, Pio IX rodeado de la solemne corona de 92 obispos, 54 arzobispos, 43 cardenales y de una gran multitud, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen María:

“… Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente , en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles…” (Bula ineffabilis Deus. Pio IX, 8 de diciembre de 1854)

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                El deseo se había cumplido, lo que la Iglesia había creído desde siempre era declarado oficialmente revelado por Dios, a través de un largo camino en el que la Iglesia tomó conciencia de esta verdad revelada, ella misma fue formando en sus hijos, una fe sincera, firme e inquebrantable en la pureza inmaculada de María.

Años más tarde, en un pueblito de los pirineos franceses llamado Lourdes, una jovencita de nombre Bernardette Soubirous  ve a una Señora joven y hermosa a la entrada de una gruta, era Nuestra Señora. En un período de seis meses, Bernardette recibe un total de 18 apariciones, en una de ellas, el 25 de marzo de 1858, Bernardette, aconsejada por el cura de Lourdes le pregunta “¿quién eres?” a lo que la Señora contesta: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

Por eso en el prefacio de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción la Iglesia proclama:

En verdad es justo y necesario darte gracias,
siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo,
Dios Todopoderoso y Eterno,
porque preservaste a la Virgen María
de toda mancha de pecado original,
para que en la plenitud de la gracia
fuese digna Madre de tu Hijo
y comienzo e imagen de la Iglesia,
esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura.
Purísima había de ser, Señor,
la Virgen que nos diera  el Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima la que, entre los hombres,
es abogada de gracia,
y ejemplo de santidad

                Preguntémonos, si nosotros pobres mortales, pudiéramos adornar a nuestras madres terrenales con las más grandes dotes de hermosura y gracias, a fin de colmarlas de belleza y majestad, ¿no lo haríamos acaso? No lo hacemos porque nuestra limitada capacidad nos lo impide, pero Jesús, con toda su Omnipotencia, Sabiduría y Amor, sí podía y quería engalanar a su Madre con toda clase de virtudes y gracias,  lo hizo y por eso la preservó del pecado original, haciéndola “La llena de Gracia”, como dice un refrán español:
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Si Jesús quería hacerlo y no podía, entonces no es Dios,
Si podía y no quería, entonces no es un buen hijo,
Jesús lo pudo, lo quiso y así pues... lo hizo.

¡María fue concebida libre de toda mancha del pecado original!

martes, 2 de agosto de 2011

Segundo dogma mariano: La Virginidad perpetua de María

 
           El segundo dogma mariano que se definió es el dogma de la Virginidad perpetua de María: María es Virgen antes del parto, en el parto y después del parto.
           El nacimiento de Jesús de una virgen, tal y como lo anunció el profeta Isaías (Is. 7,14) es confesada desde los primeros tiempos, constan escritos de San Ignacio de Antioquía (años 35-98), San Justino (años 100-168) y especialmente San Irineo  (años 130-202) en los que se expresa explícitamente al nacimiento Virginal de Jesús:  “... y como la humanidad fue atada a la muerte por intermedio de una virgen (Eva), es salvada por medio de otra; por la obediencia de una virgen (María), la desobediencia de una virgen es compensada" (Irineo,V,19). San Atanasio (297-373) escribió: “Jesús, hecho carne, es engendrado en los últimos tiempos de santa María siempre Virgen”. (símbolo de Alejandría, atribuido a san Atanasio).
                De manera que cuando se define el Credo Niceno-Constantinopolitano, nadie disputa la cláusula  “nacido de la virgen María”.
                Las dudas sobre la virginidad de la Madre de Dios, que se basan aparentemente en algunos relatos del Evangelio han sido a través de los años despejadas por las enseñanzas de la Iglesia, y de santos de la altura de San Cirilo de Alejandría, San Agustín, Santo Tomas de Aquino, entre otros:
                En el Evangelio de Mateo 1,25, leemos respecto de José: “y no la conoció hasta que ella dio a luz un hijo y le puso por nombre Jesús”. Podría pensarse que la frase “hasta que” significaría que no había José conocido a María (que en lenguaje bíblico significa tener intimidad conyugal) sino hasta después de que María dio a luz, por lo tanto, una vez nacido Jesús, José y María vivirían como esposos y tendrían hijos, nada más lejos de la verdad.
                Según comenta en su Suma Teológica Santo Tomás de Aquino, la intención de Mateo era dejar claro que José no había tenido relaciones con María antes del parto de Jesús, y es por ello qué el Evangelista tuvo cuidado de alejar esta duda, estableciendo como indubitable que no las tuvo. Pero aún más, el texto en cuestión no quiere decir que después sí, a nosotros nos lo parece por circunstancias lingüísticas del latín, pero la expresión hebrea “ad-ki” que luego se tradujo al griego “heos hou” y al latín “donce” (que en español se traduce a “hasta que”) no significa que después la situación cambie, como sucede en las lenguas que proceden del latín, como el español. La prueba está en el segundo libro de Samuel 6,23 “Así, Mickol mujer de David, no tuvo más hijos, (´ad ki) hasta el día de su muerte”, leerlo en español moderno, nos llevaría a pensar que después de muerta sí tuvo más hijos, cosa totalmente imposible.
                La prueba de que María y José tenían intenciones de tener un matrimonio casto, la da el evangelio de San Lucas, cuando una vez que el Angel le ha anunciado a María que será Madre del Hijo de Dios pone en labios de María: “Cómo será esto, pues no conozco varón” (Lc.1, 34)  María opone a las palabras del ángel una dificultad:   “No conozco varón”,  si la intención de María y José fuera tener relaciones, el anuncio del ángel no les supondría ningún problema y María nunca habría hecho tal pregunta. Por otra parte, María podría haber dicho “No he conocido varón (...aún)”, sin embargo utiliza el presente perfecto, “No conozco varón” el uso de este tiempo puede explicarse en el sentido de la decisión de María (y de José, pues ya estaban desposados) de no tener relaciones una vez que vivieran juntos. En ese sentido el “No conozco varón” podría interpretarse como “No quiero, o no puedo conocer varón”.
                Cuando Isaías anuncia la profecía del nacimiento virginal del Mesías lo hace manifestándolo como un hecho que está ocurriendo ante sus ojos: “He aquí que la virgen está concibiendo y dando a luz un hijo”. La Tradición de la Iglesia ha entendido este pasaje en dos sentidos: “La virgen está concibiendo”  y “la virgen está dando a luz” de tal manera que la Madre del Mesías sería virgen antes del parto y en el parto.
                El relato de los hermanos de Jesús, e incluso que se mencionen sus nombres: Santiago, José, Judas y Simón (Mt. 13,55) Desde antiguo se ha aclarado debido a que la palabra hebrea “ash” (hermano) y “ashot” (hermana) se utilizan también para señalar a primos, tío, parientes e incluso pasianos y correligionarios. Abraham llama “hermano” Lot, a pesar de ser su sobrino (Gn. 13,8) Santiago era primo de Jesús, al igual que José (Mt. 27,56; Mc. 15,40; Jn. 19,25) hijos de algún hermano de José (cuñado de María). Judas inicia su carta autonombrándose hermano de Santiago, y siervo de Jesucristo, (pudo haber dicho, hermano de Jesucristo y Santiago y no lo hizo) (Jud. 1) todas estas dudas son originadas por leer la biblia con desconocimiento de la milenaria doctrina cristiana de la Iglesia y desconocimiento de la Biblia.
Pensemos simplemente ¿Qué sentido habría tenido, que Dios hubiera obrado el milagro de un parto virginal, si la virginidad no iba a ser conservada después?
Se entiende por todo lo dicho, que el tercer concilio provincial de Letrán, celebrado bajo el papa San Martín I, en el año 649, definiera: “Si alguno no reconoce, siguiendo a los Santos Padres, que la Santa Madre de Dios y siempre virgen e inmaculada María, en la plenitud del tiempo y sin cooperación viril, concibió del Espíritu Santo al Verbo de Dios, que antes de todos los tiempos fue engendrado por Dios Padre, y que, sin pérdida de su integridad, le dio a luz, conservando indisoluble su virginidad después del parto, sea anatema”
Cerraremos esta reflexión con una bella historia de Egidio de Asís, uno de los discípulos de San Francisco de Asís:
"Un piadoso y docto fraile dominico, habiendo sufrido durante muchos años graves tentaciones contra el dogma de la perpetua virginidad de María, decidió ir por fin al encuentro de un humilde franciscano, que tenía la facultad de apaciguar las conciencias confusas, con la intención de exponerle las tentaciones. El bienaventurado Egidio, iluminado por el Cielo, salió a su encuentro y ya fuera de las puertas del convento, saludándolo, le dijo: «Hermano predicador, la Santísima Madre de Dios, María, fue Virgen antes de darnos a Jesús», y dicho esto golpeó la tierra con el báculo y brotó de ella inmediatamente un hermoso lirio. Volvió a golpear la tierra y repitió: «Hermano predicador, María Santísima fue Virgen al darnos a Jesús». Enseguida surgió un segundo lirio aún más bello que el primero. Golpeó por tercera vez la tierra, replicando: «Hermano predicador, María Santísima fue Virgen después de darnos a Jesús». Y nació un tercer lirio que, en belleza y blancura, sobrepasaba a los otros dos.
Dicho esto, el bienaventurado Egidio se dio la vuelta, sin más, y entró en el convento, dejando a aquel religioso atónito y al mismo tiempo libre de sus violentas tentaciones.

           Supo después que aquel fraile era el bienaventurado Egidio de Asís, le tuvo en gran estima y mientras vivió, conservó aquellos lirios como testimonio irrefutable de la perpetua virginidad de María."

lunes, 1 de agosto de 2011

Primer dogma mariano: María es Madre de Dios.

                  Releyendo la flecha de la Inmaculada pasada, en la que mencionaba que María es Corredentora,  mediadora y abogada, y en el cual también hacía un comentario referente a que ese es el tema por el que se ha estado solicitando a la Santa Sede la declaración del quinto dogma mariano, me vino a la mente la necesidad de explicar un poco los cuatro dogmas marianos que se han declarado hasta el día de hoy.  Y lo haremos en orden según los cuales se fueron definiendo en la historia de la Iglesia, de tal manera que iniciaremos con el primer dogma mariano que se definió: La Maternidad Divina de María, es decir, María es Madre de Dios.
                Una vez que terminó la persecución de los cristianos por el imperio Romano, y ya que la Iglesia gozó, no solo de paz, sino incluso del apoyo del imperio bizantino, a partir del siglo IV llegaba el momento en que la Iglesia pudiera reflexionar tranquilamente sobre lo que en realidad creía y empezara a ordenar el cuerpo doctrinal de su fe.
                Fueron varias las cuestiones que se iban clarificando con la ayuda de las enseñanzas de los llamados “Padres de la Iglesia” sin embargo, no por ello dejaron de existir desacuerdos en torno a lo que la Iglesia creía.
                Así pues, una de las discusiones más importantes del siglo IV era la naturaleza de Jesús: Ya anteriormente se había definido en los concilios de Nicea y Constantinopla que Jesús era Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero  de Dios verdadero, sin embargo, la forma   en la que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo presente en el mundo, era tema de debate: Hubo un monje en Alejandría llamado Nestorio que fue nombrado Obispo de Constantinopla (la diócesis más importante del mundo antiguo, después de Roma) que declaraba que en Jesús, subsistían dos naturalezas: la humana y la divina, pero que además, en Cristo estaban presentes también dos personas, el Verbo del Padre (Dios) y Jesús de Nazareth (hombre) cada persona independiente de la otra, por tanto, María era únicamente la Madre de la persona humana, no de la divina, en ese sentido María era la Madre de Cristo, pero no la Madre de Dios, lo cual consideraba Nestorio una herejía.
                Inmediatamente esta doctrina fue rechazada por la mayoría de los demás Obispos, entre los que sobresalía el mismo Obispo de Alejandría: Cirilo, quien defendía el hecho de que efectivamente en Jesús existían dos naturalezas: la humana y la divina, pero que coexistían en una sola persona: Jesucristo, de tal manera que no había dos personas en Jesús, Jesús mismo, era verdadero Dios y verdadero hombre y por tanto, la Vírgen María no sólo era la Madre de Cristo, sino también la Madre de Dios.
                Ante ambas doctrinas predicadas, el emperador cristiano Teodosio II convocó a un concilio a celebrarse en la ciudad de Éfeso durante el año 431, el Papa Celestino I mandó a sus legados (representantes) y tal concilio estaría presidido por Cirilo de Alejandría  con el fin de definir si María era la Khristotokos (Madre de Cristo) o la Theotokos (Madre de Dios).
                Después de varias deliberaciones, el Concilio condenó finalmente como herética la doctrina de Nestorio, al tiempo que lo destituyó de su puesto como Obispo de Constantinopla, declarando como verdadera  la doctrina de Jesús con dos naturalezas, pero una sola persona, se definía el dogma de la maternidad divina de María: Nuestra Señora era Madre de Dios, porque, había sido Madre de Jesús verdadero Dios y verdadero Hombre.
                Las palabras propias con las que el concilio de Éfeso declaro este dogma fueron las siguientes:
"Si alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema."
                El pueblo de Dios al conocer esta declaración estalló en euforía, el nunca lo había dudado: La Santísima Virgen era la Madre de Dios, esa misma noche el pueblo salió a las calles en una memorable procesión de antorchas para celebrara a la Theotokos
                A partir del siglo VI se empezó a celebrar litúrgicamente la solemnidad de Santa María, Madre de Dios el 11 de octubre, sin embargo con la última reforma  litúrgica, la fecha fue cambiada a los días 1 de enero de cada año.
                   Es por esta razón que cuando escucho a un hermano protestante cuestionar porqué llamamos a María “Madre de Dios” me parece de inicio de una discusión estéril y por demás pueril: “ya hace 16 siglos nuestra Iglesia pasó por esta discusión como para tener que volver una y otra vez a la misma, ahora debido a estos nuevos Nestorios que creen tener la verdad del Evangelio”.  Nuestra Iglesia que está en su tercer milenio de Tradición Apostólica, no se equivoca: María es Madre de Dios, porque es Madre de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre.