Entrañable y muy especial emoción me ocasiona este día tratar el tercer dogma definido en relación a Nuestra Señora, debido a que es el dogma al que se acoge este pequeño apostolado de las Flechas de la Inmaculada: El dogma de la “Inmaculada Concepción de María”, a ella pido su intercesión para poder relatar dignamente tan alta doctrina y gloria que mereció la Santísima Virgen María en virtud de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.
En esta verdad definida por nuestra Iglesia en el año de 1854 (muy reciente ya por cierto, considerando los anteriores dogmas ya analizados en las anteriores flechas) reconocemos el amor previsor de Dios Padre, que en su Sabiduría eterna, sabiendo que el Verbo se haría hombre para ser nuestro Redentor, y que por tanto tomaría carne humana del seno de una Mujer, quiso en virtud de los méritos de la Redención de Jesucristo, preservar de toda mancha a esta Mujer, María, la siempre Virgen, y adornarla con toda suerte de gracias al punto de que el ángel la saluda como “La llena de Gracia”, cual si ese fuera su nombre propio.
Para acercarnos a este dogma de fe, debemos antes que nada, confesar nuestra fe en otro dogma: El del pecado original. La Iglesia confiesa que por el pecado de nuestros primeros padres todo el linaje humano quedó manchado y por ende todos pecamos, como lo atestigua el mismo David: “Mira que en culpa ya nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 50, 7) y lo reafirma San Pablo: “Así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...” (Rom. 5,12).
De tal manera que, siendo todos los hombres pecadores de nacimiento, era necesaria la Redención de Cristo para poder ser salvados de la muerte y de la esclavitud del pecado, nadie antes de Cristo estaba libre del pecado. Sería Cristo con su Sacrificio Redentor quien abriría los tesoros de la Gracia divina a los hombres y por tanto el cielo, volveremos a este tema más adelante.
Es del mismo apóstol San Andrés (y celebro que uno de mis hijos lleve su nombre) de quien se recoge el testimonio más antiguo de esta verdad revelada. Frente al procónsul Egeo afirma con su autoridad apostólica: “Y porque el primer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hombre perfecto naciera de una virgen igualmente inmaculada”.
La Iglesia bizantina celebró desde el siglo VI la Concepción de María en el seno de su madre Santa Ana, ya en el siglo IX pasa esta celebración a Roma explícitamente como “Concepción de María sin pecado original”.
Esta devoción popular y esta fiesta litúrgica tan entrañable y arraigada en el pueblo cristiano era motivo de debate entre teólogos y pastores de la Iglesia: Si antes de Cristo, el hombre estaba caído en las garras del pecado, y sólo después de su Redención el hombre sería rescatado, entonces María, al nacer antes de que Cristo muriera por nosotros, debió haber nacido también con la mancha del pecado original. Ella al ser criatura de Dios, también había sido redimida por Cristo, por tanto, debió haber estado sujeta al pecado como los demás hombres. La doctrina según la cual María había sido concebida sin pecado presentaba una gran dificultad teológica, dificultad que duraría siglos.
Está oposición tuvo dos efectos providenciales: un mayor ardor en el pueblo de Dios respecto a esta fiesta y verdad revelada, y además que el paso de los siglos permitiera una mayor profundización de este misterio. A tal grado había crecido la devoción del pueblo de Dios a esta fiesta que en 1476 el Papa Sixto IV da aprobación oficial estableciendo la memoria de la “Concepción de María”, con liturgia propia.
Aun no se había definido el dogma, y continuaban voces a favor y en contra de esta verdad, el pueblo sencillo exclamaba “¡María, concebida sin pecado!” mientras los teólogos discutían entre sí.
En medio de esta polémica, un fraile franciscano escocés, teólogo del siglo XIII y declarado beato por el Papa Juan Pablo II; Juan Duns Escoto, dio con la clave de la solución: “Cristo es el redentor de todos los hombres, también María es redimida, pero hay dos clases de redención; una redención, la que salva de la caída, uno que ha caído y le sacan del hoyo donde cayó, del abismo donde cayó, es un redimido, y así nos ha redimido a todos Cristo porque todos hemos caído en el abismo del pecado original, todos nacemos manchados con esa desobediencia de Adán. Pero hay otra segunda clase de redención que se llama una redención de preservación, una redención que consiste en no dejar caer, en decirle: antes de que caigas al abismo, te recojo en mis brazos y te mantengo elevada; como todos los que han caído, tú no has caído, pero debías haber caído, yo te he preservado por un amor especial.”
Este era el caso de Nuestra Señora, a quien el amor previsor del Señor, a sabiendas de que tomaría carne mortal de su propia carne, quiso preservarla de toda mancha, pues la carne y sangre que nos redimiría en la cruz no podía en justicia estar manchada por el pecado, y habiendo tomado carne únicamente de Nuestra Madre, (por la encarnación) no podía entregar en sacrificio un cuerpo manchado por el pecado, si así hubiera sido, habría que decir que Nuestro Redentor no fue un “Cordero sin pecado que a las ovejas salva”
Es de total justicia divina que la pureza increada del Verbo merecía tomar carne de una Virgen totalmente pura, sin mancha, para que no tuviera el enemigo motivo para decir que la carne que habría de derrotarlo en la cruz había estado esclavizada a él por el pecado, o mejor dicho: porque la carne que derrotaría al demonio en la cruz no podría dar muerte al pecado si hubiera en algún momento sido esclava del mismo pecado que debía derrotar.
La dificultad teológica estaba salvada, el pueblo y la gran mayoría de sus obispos exclamaba “Ave María Purísima, sin pecado original concebida”, sólo faltaba la declaración formal del dogma que se hacía esperar.
En 1830 la Virgen se aparece a la religiosa francesa de las hijas de la caridad: Catalina Labouré y le pide mande hacer una medalla con la siguiente inscripción: “María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos” esta aparición pasará a la historia como “La Medalla Milagrosa”.
Así pues, cuando en 1850 la Iglesia pasaba por circunstancias difíciles, en un momento de abatimiento, el Papa Pío IX le decía al Cardenal Lambruschini, con respecto a la definición del dogma de la Inmaculada: “No he encontrado solución humana a esta situación” y el cardenal le respondió: “Pues busquemos una solución divina. Defina Su Santidad El dogma de la Inmaculada Concepción”
Y el 8 de diciembre de 1854, Pio IX rodeado de la solemne corona de 92 obispos, 54 arzobispos, 43 cardenales y de una gran multitud, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen María:
“… Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente , en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles…” (Bula ineffabilis Deus. Pio IX, 8 de diciembre de 1854)
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Y el 8 de diciembre de 1854, Pio IX rodeado de la solemne corona de 92 obispos, 54 arzobispos, 43 cardenales y de una gran multitud, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen María:
“… Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente , en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles…” (Bula ineffabilis Deus. Pio IX, 8 de diciembre de 1854)
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El deseo se había cumplido, lo que la Iglesia había creído desde siempre era declarado oficialmente revelado por Dios, a través de un largo camino en el que la Iglesia tomó conciencia de esta verdad revelada, ella misma fue formando en sus hijos, una fe sincera, firme e inquebrantable en la pureza inmaculada de María.
Años más tarde, en un pueblito de los pirineos franceses llamado Lourdes, una jovencita de nombre Bernardette Soubirous ve a una Señora joven y hermosa a la entrada de una gruta, era Nuestra Señora. En un período de seis meses, Bernardette recibe un total de 18 apariciones, en una de ellas, el 25 de marzo de 1858, Bernardette, aconsejada por el cura de Lourdes le pregunta “¿quién eres?” a lo que la Señora contesta: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Por eso en el prefacio de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción la Iglesia proclama:
En verdad es justo y necesario darte gracias,
siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo,
Dios Todopoderoso y Eterno,
porque preservaste a la Virgen María
de toda mancha de pecado original,
para que en la plenitud de la gracia
fuese digna Madre de tu Hijo
y comienzo e imagen de la Iglesia,
esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura.
Purísima había de ser, Señor,
la Virgen que nos diera el Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima la que, entre los hombres,
es abogada de gracia,
y ejemplo de santidad
de toda mancha de pecado original,
para que en la plenitud de la gracia
fuese digna Madre de tu Hijo
y comienzo e imagen de la Iglesia,
esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura.
Purísima había de ser, Señor,
la Virgen que nos diera el Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima la que, entre los hombres,
es abogada de gracia,
y ejemplo de santidad
Preguntémonos, si nosotros pobres mortales, pudiéramos adornar a nuestras madres terrenales con las más grandes dotes de hermosura y gracias, a fin de colmarlas de belleza y majestad, ¿no lo haríamos acaso? No lo hacemos porque nuestra limitada capacidad nos lo impide, pero Jesús, con toda su Omnipotencia, Sabiduría y Amor, sí podía y quería engalanar a su Madre con toda clase de virtudes y gracias, lo hizo y por eso la preservó del pecado original, haciéndola “La llena de Gracia”, como dice un refrán español:
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Si Jesús quería hacerlo y no podía, entonces no es Dios,
Si podía y no quería, entonces no es un buen hijo,
Jesús lo pudo, lo quiso y así pues... lo hizo.
¡María fue concebida libre de toda mancha del pecado original!
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